En la Música

MÚSICA MAESTRO

Cuenta mi madre que durante su embarazo escuchaba música clásica, Chopin, Brahms, Beethoven y que yo aplaudia desde su vientre. ¿Viene de ahí, de ese temprano oído materno mi pasión por la música? Nada tiene una sola explicación; además, ella tenía una admirable voz de soprano pero prefería la zarzuela, género que no me gusta.

El mejor juguete que tuve en la infancia fue un pianito celeste de siete teclas en el que vano intentaba tocar El estudio No. 10 de Chopin. Atribuía el fracaso a mi ineptitud, no a la falta de teclado, lo cual es muy revelador.

Después, mi padre me regaló una radio Geloso para tener en la mesilla de luz y me pasaba horas enteras escuchando música clásica y arias de ópera. A veces, hasta conseguía sintonizar las transmisiones desde El Cólon de Buenos Aires. Escuchaba música sola, aunque me provocaba unas emociones tan fuertes, unas ensoñaciones tan románticas que deseaba ardientemente poder compartir la escucha con una amiga.

Durante muchos años hice el amor con el aria de Amor, locura y muerte de Tristán e Isolda cantada por Kirsten Flagstad.

Estudié música. Y amplié mis gustos: empecé a amar las canciones italianas, a Mina, especialmente, cuyos programas en la Rai a veces conseguía ver. Mina era entonces la revolución: se depilaba las cejas, fumaba puros, le gustaba el Che Guevara y el vino tinto antes que el whisky. Y a veces se reía de los poetas. Pero hubiera preferido ser negra cantar jazz como Ella Fitzgerald, Sara Vaughan, Diana Washington o Shirley Bassey.

La música me emociona tanto que difícilmente puedo escucharla a solas.

Tengo que tener a mi lado otro cuerpo, otra piel, alguien que comparta la desgarradora emoción de Je suis malade, por Lara Fabian, o Che bandoneón, por la Tana Rinaldi, que, como Gardel, cada día canta mejor.

La música no me serena: me inflama, me excita, me altera, me conmueve, me emociona. ¿Cómo escucharla a solas, entonces?

No escribo con música. Antes o después, como hacer el amor.